Sus muertos, no la expresión recurrente y soez, sólo a cada cual los suyos. Esos muertos que se llevan a cuestas escondidos en las llagas de duelos y perdidas más o menos recientes, más o menos profundas. Esos retazos de la memoria que secretamente esperamos volver a ver de alguna forma prodigiosa, pero pertenecen a otro tiempo y también al otro yo que eramos entonces. Si los muertos volvieran quizá no encontrariamos ese amor indeleble que guardamos, quizá serían seres incómodos de mantener y de encajar en nuestras vidas, y más en este mundo que se va apartando de la vida y, por ende, de la muerte como recuerdo del pasado y certeza del futuro.
El hombre lleva una guadaña de plástico con tres calaveras en la hoja mientras anda orgulloso de su original trofeo. Los niños y los jóvenes de medio mundo celebran algo incomprensible, gracioso, en la onda, el morbo, el truco truculento, el trato fácil.
En España algunos mantienen, entre buñuelos, huesos de santo, crisantemos, rezos y un Don Juan más profundo y menos tradicional de lo que parece, una tradición que juega a vestir y desvestir la muerte. Segmentos de mortalidad alineados entre cielo y tierra en un paralelismo intermedio, una vez abandonada perpendicularidad de los vivos. Otros dispersos en montones de ceniza estanca o al viento. Flores para los muertos.

En México, sus más remotas raices prehispánicas, mantienen un extraordinario y riquísimo legado calificado por la propia Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad ¿Existe algo más cierto que la inmaterialidad? Los mexicanos mantienen una relación de buen humor y hasta coqueteo con la Catrina del litografista José Guadalupe Posada, llamada calavera "garbancera" por Diego Rivera, la que reniega de sus origenes como contrapunto a la vida misma y su juego por burlarla una y otra vez, posponerla para que al final sonriamos eternamente ante la gran broma que fue vivir por evitarla. La esencia feroz y el cruel humorismo de los burladores.
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