Érase que se era un domingo loxodrómico en que la curva de todos sus ángulos era la misma desde cualquier paralelo, desde cualquier nube de ceniza volcánica, desde cualquier ruta humana cohibida y asustada.
Un leve desasosiego, un haber perdido el norte sin saber desde cuándo, dónde, hacia dónde, sólo el viaje es el hecho, un exceso de presentimientos y nutaciones que, afirmativas, recalaban entre sus alveólos dificultándole la respiracíón.
Comprobó que sus cabellos habían tornado en azul cobalto, y comprendió que sería muy difícil volver de nuevo a aquella rutina que conocían con el extraño nombre de vida. ¿Qué podría hacer? Ser distinto facilitaría más no hablar con nadie, y hacia ya tanto tiempo que había dejado de hacerlo que quizá nadie se daría cuenta de su nuevo aspecto. Siempre fue erróneo en su comportamiento, nunca pudo saber exáctamente si reir o llorar, asentir o negar, pero se sentía cansado de permanecer en el punto de mira de los demás, en la balanza de tres al cuarto, en el precario cilindro de una copa como proyección al mundo para, sota, caballo o rey de copas, contar entre los presentes en medio de los cuales había ido enmudeciendo.
Pero ese era un domingo loxodrómico en que la distancia a cualquier ángulo temporal permanecía constante sin que él consiguiera que ninguna ruta ortodrómica fuera la más corta posible, ni tan siquiera forzándola a ser recta.
El planeta no cumplía lo previsto y los hombres de cabellos azules atisbaban en sus pequeñas vidas por última vez antes de ser barridos de la faz de la Tierra.
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