Quien todas las luces distinguió del gran cosmos,
quien de las estrellas los ortos reveló y sus óbitos,
cómo el flámeo brillo del arrebatador sol se oscurece,
cómo se retiran en tiempos las estrellas ciertos,
cómo a Trivia, furtivamente por las latmias rocas relegándola,
un dulce amor de su órbita la revoca aérea:
el mismo a mí, aquel Conón, en el celeste umbral me vio:
de la cabeza de Berenice la melena,
fulgiendo con claror, a mí, a quien ella, a todos los dioses,
sus flexibles brazos tendiendo, prometió,
en el tiempo en que el rey, por su nuevo himeneo acrecido,
a devastar las fronteras asirias había ido,
dulces portando las huellas de la nocturna riña,
la que por unos virgíneos despojos había sostenido.
¿Es para las nuevas casadas odiosa Venus? ¿Acaso de sus enamorados frustran ellas con falsas lagrimillas los goces,
que, copiosamente, del tálamo dentro de los umbrales vierten?
No, así a mí los divinos me valgan, verdades gimen.
Esto la mía a mí con sus muchas quejas me lo enseñó, mi reina,
cuando iba a avistar su nuevo marido los combates torvos,
y tú, no tu huérfano lecho deploraste, abandonada,
sino de tu hermano caro la luctuosa separación.
Cuán hondamente tus afligidas medulas consumía la angustia,
cómo a ti entonces, en todo tu pecho pesarosa,
de tus sentidos arrebatados tu mente se desprendió. Mas yo, ciertamente, te sabía, desde pequeña virgen, magnánima.
¿Acaso olvidado te has del buen logro por el que conseguiste un regio matrimonio, lo que no, más fuerte, osare alguien?
Pero en ese momento, afligida, su marido despidiendo, qué palabras hablaste, Júpiter, cuán a menudo enjugaste tus luces con la mano.
¿Quién a ti te ha mudado, tan gran dios? ¿Acaso es que los amantes no largamente de su querido cuerpo separarse quieren?
Y allí, a mí, a todos los divinos por tu dulce esposo,
no sin taurina sangre, me prometiste,
si de vuelta viniese. Él, no en tiempo largo,
la cautiva Asia de Egipto a las fronteras había añadido.
Por los cuales hechos yo, remitida a la celestial asamblea,
esos primitivos votos con esta nueva ofrenda solvento.
Involuntaria, oh reina, de tu cabeza me retiré,
involuntaria: lo juro por ti y tu cabeza,
y que su merecido lleve, si lo hay, quien inanemente jurare:
pero ¿quién que él mismo, postularía, al hierro es par?
Aquel también subvertido monte fue, sobre el que, máximo,
en las orillas, la progenie clara de Tía viaja,
cuando los medos parieron un nuevo mar, y cuando la juventud
bárbara por mitad del Atos navegó.
¿Qué harían los cabellos, cuando al hierro tales cosas ceden?
Júpiter, que la cálibe entera raza perezca,
y el que en un principio bajo la tierra buscar sus venas
instituyó y del hierro estrechar su dureza.
Desjuntadas poco antes, mis guedejas hermanas mis hados
deploraban, cuando, impeliéndose el etíope hermano
de Memnón con sus plumas, que el aire batían,
a sí mismo se mostró, de Arsínoe la lócride el pájaro caballo,
y él por las etéreas sombras a mí elevándome, me lleva volando,
y de Venus me coloca en el casto regazo.
Ella misma, la Cefirite, allí a un fámulo suyo había enviado,
la griega habitante de los canopios litorales.
<hic liquidi > para que no solamente en la varia luz del cielo
de las sienes de Ariadna fijada
la áurea corona quedara, sino que nos también fulgiéramos,
votados despojos de una flava cabeza:
mojadita, del oleaje saliendo hacia los templos de los dioses a mí,
como constelación nueva entre las antiguas, la diosa me puso.
De la Virgen y del salvaje León tocando, así pues,
las luces, a Calisto unida, la Licaonia,
me torno al ocaso, conductora yo delante del tardo Boyero,
que apenas en el vespertino, alto Océano se sumerge.
Pero aunque a mí de noche me huellan las plantas de los divinos,
la luz, sin embargo, a la cana Tetís me restituye
(con el perdón tuyo confesar esto se pueda, Ramnusia virgen,
pues yo no por nigún temor la verdad encubriré,
ni si a mí con hostiles palabras me atacan las estrellas
para que lo recóndito de mi verdadero pecho no revele),
no de estas cosas tanto me alegro, cuanto estar yo separada siempre, estar separada yo de la cabeza de mi dueña, me crucifica,
con quien yo, mientras virgen otrora fue, de todos los ungüentos
privada, humildes esencias bebí.
Ahora vosotras, a las que con su optada luz unció la tea,
no antes a vuestros unánimes esposos vuestros cuerpos
entregad, desnudando, arrojado el vestido, vuestros pechos,
de que, agradables a mí, presentes libe el ónice,
vuestro ónice, las que honráis las leyes para el casto lecho.
Pero la que se ha dado a un impuro adulterio,
de ella, ah, malos dones el leve polvo beba, incumplidos,
pues yo de las indignas premios ningunos busco.
Pero más bien, oh casadas, siempre la concordia vuestras
sedes, siempre el amor las honre asiduo.
Tú en verdad, reina, cuando mirando las estrellas a la divina
aplaques en los festivos días, a Venus,
de ungüentos privada no permitas que esté, tuya, yo,
sino más bien generosos hazme estos presentes:
las estrellas ojalá se desplomaran, cabello regio yo me haga,
próximo del Aguador fulgiera Oarion.
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