Yace, piel de cera,
fragilidad de hoja seca,
pelo de hierba yerta.
Sola, ojos cerrados
sobre la mirada perdida,
apenas sujeta,
perpendicular
sobre la vertical
que sostiene
el péndulo parado.
La lucha final agotada,
sobrevenida la paz
después del ser,
Niña otra vez,
hallada después
de los surcos de vida
donde retiembla
la luz de una vela
consumida de
flores ajadas y coronas.
Su leve mano ofrecida
al breve adiós
del aire que acaricia
e, inadvertida, señala
los caminos postreros,
bifurcados y dubitativos
senderos infinitos,
detrás de cada rayo de luz
que hiere la penumbra
y restalla en la bóveda
de todas las estrellas
de ámbar y resinas
que manan del costado
en el murmullo incesante
que guardan
las raíces de los pinos.
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