Mentalmente, a las 2 de la mañana brotan palabras que reemplazan el silencio y el cada vez más huidizo sueño.
Cada hora se clava en un vistazo al reloj, mientras llega inexorable el momento de decidir si accionar el automático de la conciencia para reproducir gestos programados y medidos, o adrentrarse en la negrura del pensamiento dónde resuenan interrogantes cada vez más recurrentes ¿hasta cuándo?, ¿qué sé hacer que no sea ésto? que acaban en una misma respuesta sin constantes vitales.
El día se cruza de lado a lado y vuelta, para observar formas de hablar, comportamientos, jugar a ser cualquiera y ninguno, volver a topar con ajenos conflictos perennes y solucionar los nuevos, mientras la soledad queda expuesta e intenta mimetizarse con algo de solidaridad para no quedar tan expuesta.
Pero me hiere el vacío, la falta de acción y respuestas, el dejar que surjan las cosas o procrastinarlas en un exceso de comodidad, el dejarme caer por cada día como si de un legar ajeno se tratase y enfrentar la certeza de indeleble de la soledad.
Ya pasó el tiempo de lo nuevo, de aprender y comprender todo, y de aquello apenas se escucha hoy lo que queda del yo para traerse y llevarse cerca y lejos aunque nunca resulte suficiente.
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