El despertador suena cada día a la misma hora, todos los días de su vida.
Ya no existen vacaciones, eso es algo del pasado. Cogerá el mismo tren cada mañana, calculado el trayecto, tiempo y distancia no pueden variar jamás. Un periódico gratuito que ojear brevemente, siempre demasiado sensacionalismo o un mundo en el que sólo parece pasar lo mismo que ayer. Pantallas gigantes ofrecen también noticias oportunas a todo el que va y viene, pero si alguién permanece más tiempo comprenderá que siempre son las mismas, un bucle informativo que apenas varia en presentadores y orden cada día.
Siempre llega y sus piernas ofrecen cierta resistencia a entrar en un lugar permanentemente ajeno, gentes con las que jamás habría tratado, asuntos que empeñan su tiempo y su vida con complicaciones disparatadas e inauditas, siempre un nuevo reto con el absurdo, siempre un permanente desafío con la idiotez.
Un café, combustible para seguir sin respirar el resto del día, una comida insípida deglutida sin gana y rápidamente, para aprovechar el paseo bajo un cielo pesado e hiriente que agolpa la soledad sobre la garganta muda, un encuentro con la vida que no se tiene, con la inquietud de lo que falta y no se tiene realmente. La respiración contenida del animal enjaulado.
Vuelta al otro lado de la ciudad entre una mezcla de cansancio y agotamiento. Llegar a casa, comer algo, anular la mente con un poco de televisión y mucho más de anuncios, dejarlo por imposible y volver al letargo que nunca llega a sueño, un duermevela en el que se deslizan una vaga desazón que interrumpe, otra vez, el viejo despertador que suena a la misma hora, todos los días de su vida.
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