domingo, 8 de abril de 2012

Falsos Brillantes

Porque en realidad no estaba prestando demasiada atención, entonces caí en la cuenta de que no habría vuelta atrás en aquella jugada. Cerré la partida y comencé a escribir.

La sensación angustiosa había vuelto a presentarse y sentarse sobre mi pecho dos días atrás, por más que yo intentase hacer como si nada pasara, se manifestó repentina en una cena improvisada y un lugar ruidoso, en que los viernes por la noche todo el mundo se congregaba a voz en grito para conjurar lejos la soledad y cualquier atisbo de raciocinio. Trasegar y comer, vísceras, alcohol, en una comunión feroz y digna de que el mundo acabase para siempre en aquel preciso instante, dónde sobre unas ridículas mesas que apenas se sostenían entre los empujones de los comensales se apretujaban alrededor del depósito de bandejas y raciones por algún camarero que servía entre excusas por la falta de servicio.

Fingí que nada pasaba, mientras llenaba mi copa por octava vez, y casi incapaz de escuchar nada de lo que se hablaba, tampoco hice un gran esfuerzo ya que la conversación previa había sido un monólogo de una mujer que suponía que yo sabía de quienes hablaba y no había cesado de contarme todas las combinaciones de nombres de los que jamás había oído hablar y aún menos podría haber puesto siquiera cara. Aún esperaba lo que podría comer, pero no llegaba, mientras escribía el mensaje que envíe lejos, urgente, para no perder la cordura en medio de aquella secuencia torrencial de seres y estares.

Entre las servilletas se esconden decepciones, mientras se mastican sueños y mentiras deglutidos en bromas. Algún chiste donde parapetar la miseria y lo incomprensible, una copa más de aburrimiento donde depositar los minutos que se pierden y la incapacidad de cambiar el mundo para siempre, flojos, previsibles y eternos para la posteridad,  falsos brillantes.


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