Pensaron que se comerían el mundo, que eran autosuficientes. El amor todo lo puede, decían.
Todo lo compartían, los días, las horas, los minutos, pero el tiempo siempre acaba traicionando a los que violan sus reglas inexorables, incluso a los que las respetan.
Primero fueron los trabajos que absorbían las jornadas y les dejaban exhaustos, pero aún quedaban los fines de semana y un momento cada noche. Dormir abrazados seguía prolongado esa comunicación sin palabras, incluso sin aparente conciencia.
Lo que encontraron como igual se fue perfilando día a día con nuevos matices que identificaron como lo distinto, y lo distinto tenía partes comunes y ajenas. Encuentros y desencuentros.
Llegaron los hijos y desarrollaron su nido en el que encontraron nuevas dificultades para compaginar crianza, trabajo, intendencia familiar y, aún en alguna parte, relación. La pasión latía, aunque algo perdida de vista, de cuando en cuando.
La vida vapulea, trastoca, sorprende, lleva y trae por derroteros que son nuestros, nuestra vida, fragua miedos nuevos y viejos, pese a que nos resistimos a creerlo y reconocerlos como tales. Uno lucha consigo mismo como el peor de los enemigos, inmerso en un molde social en el que ha de encajar a toda costa, a costa de uno mismo. Y esos miedos, inseguridades, sentimientos, esos pensamientos callados y contenidos encontraron la escucha y el mismo lenguaje un día, ese momento que abre el corazón y la mente al estado de enamoramiento profundo y comprensivo, quizá es sólo cuestión del aire que lleva corrientes eléctricas y nuestros impulsos más desconocidos, pero aún así creemos que es inteligible, clara y sencillamente es.
Lo que era común se fue disolviendo, ahora viven juntos y partidos, quizá esto es más real que lo que fue, el sueño de un proyecto acabado, un trabajo común finalizado, pero suscriben la lealtad de lo compartido. Por los viejos tiempos, aunque ya no seamos los mismos.
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