Aquella madrugada el sueño le abandonó,
entre el resquicio de la cordura y el dolor.
Abrió los ojos al vacío y comprendió todo,
comprendió el error de su vida,
llena de intentos, de esfuerzos,
de pretender conseguir lo que no es ni existe,
nada es todo, todo es nada y además no es posible.
Y arrancó los últimos resquicios de aliento,
la pena y la esperanza, sólo quedaba el error
irreparable, descarnado y claro, más claro aún
a la fría luz de esta madrugada de pálida luz
que vela una nevada entre el cielo y el suelo.
Aquel detalle, aquel error, aquel instante,
aquello no resulta ahora comprensible, no,
resulta casi inconcebible,
y aún pareciendo improblable no lo es.
Se desviste del pijama del sueño acomodaticio,
se despoja del calor de la cama
y se aleja de los cuerpos
que descansan en la casa aún dormida.
Y sube la escalera, peldaño a peldaño,
y no recuerda si cerró
la puerta de la casa, pero ¿qué más dá?
Apalanca brutalmente la cerradura que salta,
y comienza a andar por la azotea del edificio:
veinticuatro por dieciocho pasos,
recita en rítmico compás
una canción de cuna,
una pueril melodía que convierte
en juego las medidas.
Mira los tejados de la ciudad sumergida
en un sempieterno sueño
y al rosa de la aurora le tiñe de rojizo
un cielo cargado de nubes presas de nieve.
Y entonces encuentra lo que siempre había querido,
aquel cable, es perfecto.
Y, despojado del bien y del mal, del error y el acierto,
ahuyentados el amor y el odio, la compasión y la ira,
trepa hasta él y se concentra sólo en la acción.
Un paso delante, otro más, el equilibrio y el control del cuerpo,
ahora todo va bien, otros dos pasos más. Bien.
Sí, ahora sabe que puede y debe seguir adelante, pero,
de nuevo se le presenta
el error de su vida
pero ahora bajo la forma del error total,
del error definitivo: un sólo y triste error de cálculo
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