La oscuridad se pinta en las aceras mojadas. Cruzo, no hay coches, no hay gente, salvo unas lejanas conversaciones de los barrenderos dentro de un local.
Hoy tengo tanto sueño, estoy tan cansada que he equivocado el camino y he escogido el más largo. No importa, sigo autómata.
Quisiera saber el sentido de tantas y repetidas acciones al cabo del día, al cabo de los años. La calle oscura se rompe entre cristales de cegadoras farolas ámbar, y esconden a sus espaldas locales de alquiler o compra abortados, abandonados a la espera de un proyecto de remodelación que los rescate.
Subo al tren que conduce mi vida, siempre en trayectos de ida y vuelta, y otra vez encuentro un rostro conocido, una mirada fija sobre una conversación forzada cuando amo el silencio, más árduo esfuerzo cuando a esas horas estoy casi dormida. Repaso los tópicos posibles en mi cabeza perezosa, y otra vez estoy ahí, sometida a la presión de mi propia acción, aún presta a facilitar cortesías que voy reduciendo con los años. Pero quizá lo veo en sus ojos, en el abismo de desesperación por encontrar sus propios pensamientos y que me arroja al auxilio de la palabra.
He salido con tiempo, un tiempo ajeno que es demasiado pronto como para ir a trabajar, pero demasiado poco como para hacer otra cosa. Un café en un bar desconocido, entro y me siento ante una barra mugrienta y abarrotada, al otro lado y detrás de un camarero agrio, un despliegue de botellas que hablan de largas historias en su fondo. Detrás, un espejo refleja una escena de rostros adormilados y una pantalla de televisor con alguna comedia en la que se grita mucho. ¿Uno veinte? No, uno ochenta. Vale, no volveré a tomar café infumable en un sitio tan cutre y caro.
Ando despacio sobre la acera también aquí mojada, he dado la vuelta al mundo, cruzado la ciudad de punta a punta. Algunas hojas en el suelo componen el preludio de un otoño ansiado y balsámico.
Otra vez estoy fichando y vuelvo a andar por el mismo pasillo. Debe ser una pesadilla.
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