domingo, 10 de junio de 2012

Carta a Un Desconocido

Cierta inseguridad en los motivos, la escalera que esconde el ascenso a la miseria o la hoja pegada de humedad a la acera. El veneno transeunte del pensamiento incensante, tanto como la leve y sostenida duda de haberme equivocado para siempre.

Te escribo esta carta en una tarde aparentemente al borde de la lluvia, recorriendo despacio las aceras y me detuve, gastando el tiempo, a contemplar algún escaparate primorosamente ofertado para disfrazar la inutilidad e innecesariedad de sus objetos.

Y vagando alrededor de la manzana del destino, rodeándolo para no alcanzarlo demasiado pronto ni demasiado tarde, dejado pasar varias cafeterías hasta, primero compré este bolígrafo con el que te escribo, llegar a ésta, dónde me doy cuenta de que me he perdido. Era ésta, no podría haber sido otra, el navío en la cartel, el tiempo detenido en la esquina entre dos calles, en el quicio de la puerta y el marco de las ventanas.

Demasiado tarde para comer, demasiado pronto para cualquier otra cosa, sólo queda el café humeante que calienta los sentidos, dulce y amargo, en medio del ruido de los cubiertos apresuradamente guardados, la vajilla colocada en algún lugar que no veo, sólo escucho el ruido de la recogida, antes de que el servicio de camareros y el cocinero se sienten a la mesa. Ya es hora, la suya, de comer. No hay otros comensales ya, sólo ellos y yo, apartada, mirando el ventanal que asoma la calle apenas transitada, y los coches que bajan silenciosa e ininterrumpidamente en un tráfico goteado e intermitente. El local aún conserva un poso antiguo indefinido en algún detalle casi imperceptible, sí, esos apliques de la pared, ese reloj con forma de timón, o algo en la medida de los tabiques pese a estar remozados, como vestigio de otro tiempo, de otro lugar, el que fue.

Cruzo la calle, apenas iluminada, en la hora que marca el fantasmagórico alumbrado sobre la cara del hombre con el que me cruzo en fugaz sentido, elegante, y la piel de pálido negro iluminada bajo el sombrero impecable que ensombrece apenas las arrugas iluminadas de su mirada. Músico, singular, orgulloso y bello, anciano, son en el aire que mueven sus pasos, durante un segundo atrapado en mi pensamiento.


Salgo al encuentro de la dirección perdida y paso al lado de ese banco que veo cada día, siempre dejándolo atrás rápida, apresuradamente, apenas un pensamiento instantáneo que reconoce forma, cinco letras, cuatro patas, respaldo, madera, pero hoy dejo escapar el tiempo, detengo y dejo perder futuro, planes y tiempo porque ninguno de ellos existe. Me siento en el banco que mira la ciudad desde esta calle y descanso en él mientras siento me siento feliz en la ciudad que me gusta contemplar despacio.

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