Del hombre abandonado
que mira desconfiadamente
al paso, para ocultar su miedo,
a la tristeza que envuelve
en indiferencia los ojos de la mano
que pide ante la puerta.
El tiempo en que aquel hombre
era el pobre del barrio,
el único al que dar algo alguna vez,
clara y ominosa caridad
arrojada más que dada,
quizá sólo por miedo al contagio
de miseras pulgas o de caer
en la misma desgracia.
Allí unos niños dejan pasar
la última hora hasta el último minuto,
apurando el tiempo acordado,
bajo farolas amarillas
que enmascaran la luna
nublada de gris y nacar
en un firmamento sin estrellas.
Cierto vacío, cierta desgana,
recorre las calles esta tarde
sólo llena de calor extraño
y pálidos recuerdos inconexos.
Sigue el dolor rugiendo
sordamente,
gritando
mudamente,
siempre el mismo,
dolor desde el fondo
para ser vivo,
conocido desde temprana edad.
Y nadie puede remediar
lo que falta, lo que nunca pudo ser
y nunca ha sido,
no podría pedirlo, ni siquiera sé
como se llama ni que palabra
se le acerca, pues puede
que resulte impensable, por eso
intento que estas escenas
que veo tengan sentido y
el dolor de otros me traspase
para inmolar el mío.
Decanto el pensamiento
vertido de tu vino,
fragmento el cristal del silencio
para encontrar las palabras y
escuchar su sentido,
dejando que me hablen al oído,
rebajando el amor
a un simple vertido
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