Ahora más que nunca, los recuerdos se desvanecen prematuramente antes de dejar siquiera un leve poso. Un tiempo antes de que los peatones desaparecerán exterminados pero los muertos comenzarán a hablar incesantemente, profiriendo todo lo que habían callado en vida.
El lugar del tránsito será cada vez más frecuentado y se acortará el cordón umbilical que nos une a la mueca eterna.
La madre, la esposa, la hermana y la hija llorarán sangre hasta no ser solo mujeres, más allá del destino de los hombres que siempre se acaban marchando de una u otra forma.
Y ella yace detrás del conveniente cristal mientras una cinta se mueve al aire en medio de la refrigeración y la iluminación irisa los rasos que cubren su cuerpo con eufemismo. Los familiares despiden a los allegados y mastican, incapaces de tragar, manzanas y camposantos de huesos almendrados. Prolongan sus sombras en este día que marcó el reloj para arrancarlo del calendario hasta que la débil y compasiva mente lo vaya espaciando, aislando, olvidando, olvidando...
Y la muda presencia se desvanecerá hasta el nuevo dolor que se percibe distinto, más cerca, más concebible y propio, casi amable y compasivo, aunque algo invasivo y vergonzoso porque no sabremos nunca que cara se nos quedó. Tal vez un buen arreglo, o un arreglo de muñeco de feria, para consuelo de esos ojos que miran y, como todos los ojos juzgan y comparan sin ver más allá.
Hasta que lo muertos vuelvan a hablar y su verdad no se pueda callar.
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