Una inevitable primavera contagiosa me ha invadido hoy.
Deambulo, más bien vago, por Madrid. Desorientada, buscando a base de preguntas mis destinos al principio, pero desde hace unas dos horas simplemente por el placer feliz de ver, pasear y sentirme viva. Qué bueno es perderse con uno mismo de todo lo preestablecido y que automáticamente manda en nuestras vidas. Fuera planes, costumbres y relojes.
Calle Toledo arriba, cruzando, calles, callejones, quiebros, cambios de ritmo. Paro. Continúo.
Colegiata y aledaños: hermosos retazos del pasado, edificios antiguos de historias perdidas.
Desemboco en Tirso de Molina en una explosión de los sentidos. Sale a mi encuentro un perro bicefalo tal vez escapado del averno hasta este momento paradisíaco cuando la luz de las dos y media de la tarde embriaga los colores y la piel siente la tibieza de una temperatura que invita a vivir plenamente. Resuena el cante flamenco. Allí unos están sentados. Otros, muchachos adolescentes, juegan y compiten sobre un columpio infantil. Sólo unos pocos consumen sentados en terrazas de bares.
Las flores salpican, esmaltan, cuajan, asaltan la plaza en puestos abigarrados de colores, tantos como las pieles de todas las personas que estamos en la plaza, tantos como la vida con la que invadimos este instante.
Bajo callejeando en medio de pequeñas tiendas y locales con nombres: chinos, indios, latinos, marroquíes, libaneses. Mezclas afro-mex, latino-hindú, chino-marroquí de fascinante e insólita mezcolanza. Nada es imposible en este Madrid que hoy parece un acogedor pueblo invitando a que lo habiten.
Llego hasta Embajadores y me siento en una marquesina de cualquier autobús mirando la luz y el agua de la fuente. Siento una inmensa paz casi un estado de bendición de no esperar autobús alguno, no tener que ir a ninguna parte. Ser el tiempo en lugar de tenerlo. Sólo mirar, estar, andar cuando y como guste.
Ahora de pie, miro a dos jovenes girovagos alrededor de palomas en rebaño andarín alrededor del que repiten, una, otra vez, sus círculos. Primero uno. Luego el otro. Distraigo mi atención un segundo y ya han cruzado la calle sujetando con disimulo una paloma mientras van quitando ya algunas plumas para adelantar el trabajo. Buen provecho.
"Ay Dios, que me va a dar un infarto que se me esta calambrando la lengua ... Deme esas dos bandas de costillas. Ese hombre, pa' mi que estaba mal de la cabeza... ella, ella... pa' mi que estaba mal de la cabeza...Me dijeron, Altagracia ¿que tú quieres trabajo? Ay mamá, que tu me estas diciendo que yo busque trabajo..." se escucha en el locutorio.
Atardeciendo, en Tirso de Molina alguien sigue cantando jondo.
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