En plena vorágine de acontecimientos, percibí su mirada sobre mí. No estaba fingiendo no verle, simplemente estaba demasiado ocupada para devolverle la mirada. Pero en todo caso, sí, me gustó aquella forma que tenía de dirigirse a mi indirectamente en una recién descubierta confianza que me halagaba y hacía sentir cómoda. Su risa contagiosa, su mirada amable, los usos y costumbres que me comunica, extrañas tierras aún no exploradas salvo en un Atlas o referencias anecdóticas.
Por el pasillo la locura va y viene, en caras crispadas de grisáceas sombras que denotan esfuerzos y concentración para vencer la adversidad, el imprevisto que se produce en tiempo real, Subiendo y bajando plantas, ascensores erróneos y escaleras con manchas de café. Al final alguien siempre acaba tirando algo al suelo.
Su imagen y presencia son reales pero mi tiempo es fugaz, y apenas guardo en una remota parte de mi nuca el deseo de abandonarme por completo a sus abrazo acogedor, mirar directamente a sus ojos risueños y beber la sonrisa de su boca por completo.
Cuatro semanas bastan para no volver a vernos nunca más.
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