domingo, 8 de abril de 2012

Flores

Aquel verano podía haber sido cualquiera, pero en realidad sólo pudo haber sido el que fue: la plena conjunción de estrellas y mareas, lunas y sexos.

Me dijo que podriamos entrar sin que nadie nos viera, sorprendentemente estaba abierta la puerta y allí, a la hora de la siesta en que conseguimos escaparnos, entramos en un apartamento abandonado y vacío. Si cierro los ojos aún podría recordar la luz y el olor.

Ella era algo más mayor que yo y de alguna forma consiguió que nos desnudasemos, las normas de nuestra nueva casa, de aquel mundo que acababamos de descubrir y en el que recibiríamos a todos los hombres sólo vestidas con flores. Juegos y fantasías, extrañas sensaciones apenas percibidas se desataban en la imaginación y, repentinamente, también sobre la piel, algo no era así, no exactamente pero ella tocaba mi ..., lo llamó "chocho, chochito", yo ni siquiera tenía certeza de como se podía llamar a pesar de haber visto aquellas representaciones de penes y vaginas que nombraban cada parte y que pese a explicar como funcionaban en el mecanismo en si de la cópula, no decían nada más.

Me tocaba, me abría y a la vez me ofrecía la visión de su vulva rosada y aún extraña para mí, cierta extrañeza y repulsión, mientras notaba algo desconocido en la humedad entre mis piernas, un placer que debía reprimir para que no fuera a más pues me resultaba algo incomprensible entre delicioso y repulsivo mientras sentía el olor de su sexo cercano, simétrico al mío, yo sin ser yo. Descubría otras partes del cuerpo que no sabía que eran mías, exploraba una conciencia de los límites y de lo ilimitado a cada trasgresión de las barreras de lo prohibido.


Ella comía mis pequeños pechos aún inmaduros, pellizcando mis pezones, frotando los suyos juguetonamente en ellos, besando mi boca inexperta mientas me metía en ella su lengua y me mordía. Aquello era extraño y peligroso, no estaba segura de si estaba bien o no, si me gustaba o no, pero la dejaba hacer cuando junto su chochito al mío y comenzó a frotarlo sin parar, hasta que comenzó a jadear y apretar mis caderas contra ella para aprisionarme aún más.


Comenzamos a acudir todas las tardes a nuestro refugio donde liberar nuestros cuerpos y aquella desbordante imaginación, siempre que podiamos escaparnos de la siesta y convertidas en amantes provisionales, hasta que al siguiente verano los chicos nos distrajeron para siempre de aquellos juegos iniciáticos.

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