Cada día la convivencia acababa con un tiro de gracia y silencio que se daba a si mismo para no seguir. La tiranía de su propia familia, el egoismo de los hijos, hacerlo todo por ellos no sería nunca suficiente. Las quejas de ella, haciéndole culpable de su desgracia, de su sacrificio y entrega, en un eterno lamento de quieros y no puedos, en un chantaje eterno de sexo huidizo que siempre amparado en cansacio y desganadas excusas.
Por motivos laborales, pero también como una forma de romper con esas cadenas, acabó marchándose para hacer fortuna a una tierra lejana que llamaba desde África. Asustado y alerta, completamente solo, hizo un largo viaje en barco a unos territorios salvajes e ignotos que llamaban de los Bubis. Eran los años cuarenta en una España salida del horror al mísero triunfalismo de la posguerra.
El clima, el paisaje, los nativos, la lengua, todo era asombrosamente extraño y, a pesar de algunos momentos duros, pronto se dió cuenta de que aquello podía ser la puerta del paraíso y la prosperidad.
Aquella gente de piel chocolate y deshinibidas costumbre mezclaba graciosamente su acento con el idioma español, en una rápida y cantarina sucesión de palabras. El carácter amable, dócil, el sentido del humor de los llamados indígenas, los colonizados, era fuente inagotable de ingresos y riqueza para los españoles y blancos que allí trabajaban desplazados o instalados en sus propios negocios.
También comenzó entonces a disfrutar de placeres ocultos que muchas de las chicas le ofrecían generosa e ingenuamente de la forma más natural, algo que jamás había imaginado. Se sentía nacido a una nueva vida, mientras el tiempo pasaba y ya hacía tres años que no había visto a su familia, aunque a veces les escribía. Ahora todo estaba mejor con ellos, el remedio universal del abundante dinero que les llegaba parecía suplir su presencia con creces, aunque su esposa se quejaba de la soledad y reclamaba su presencia por la presión social del que dirán.
Un día la vió, no la más joven, ni la más bonita, pero algo en ella, una triste dulzura le abrió el corazón a un enamoramiento apasionado. Y comenzó un cortejo disimulado de cara a los blancos, aquellos encuentros sexuales entre blancos y mujeres nativas que se guardaban como secretos a voces entre todos ellos.
Ella era reservada, y él aún más tímido al estar enamorado perdidamente. No, ella no era como las otras.
Un día que andaba apesadumbrado sin saber como conseguir enamorar a aquella mujer que parecía poco accesible, la encontró en su habitación esperándole desnuda. Aquella dulce piel oscura que no se cansaba de acariciar, aquellos mágicos ojos que pasaban de la serena mirada al más óscuro y estremecedor de los deseos. Su diosa de sedas y siestas secretas, clavado entre aquellos pezones erguidos que le desafiaban al siguiente envite. Comenzó a comprarle joyas dignas de competir con su desnuda piel, oro y perlas nunca lucieron tan bellamente en ninguna otra mujer y entre sus brazos comenzó a olvidar las cartas que tampoco importaban mucho, pues a aquel otro continente y país llegaba el dinero en cantidades ingentes y eso era lo único realmente necesario.
Ella, su diosa impúdica capaz de explorar lugares desconocidos en su cuerpo. Ella que veneraba cada rincón de su piel con absoluta entrega y sin límites. Pero ella también, aquella diosa que tanto tiempo se habia sentido deseada, y que finalmente tuvo que tomar las riendas para conducir aquel inexperto y tosco amante que por más mujeres que hubiera tenido en su cama poco había aprendido, guardaba ciertas decepciones. Él la amaba pero no sabía entregarse por completo, ni tampoco comprendía que besar y lamer todo su cuerpo era algo normal y exquisito, que regarla con su semen era algo que ella deseaba con locura, que buscar el placer suyo a través del de ella era la culminación a la entrega total que ella de alguna forma todavía esperaba.
La excusa o la razón, no podía haber hijos, esos mulatos que en alguna ocasión se veían con el estigma de no ser sino el fruto de lo prohibido, o al menos de lo prohibido a los ojos y la luz del día. Ella lo excitaba y lo incitaba pero él nunca acababa de darse por completo a ella, ella podía besar, chupar, morder, tragar y acariciar cada parte de su cuerpo pero él no acababa de hacer lo mismo con ella, aunque la satisfacía como a una hembra pero ella necesitaba ser una mujer, y una mujer si ama lo quiere todo.
Aquella relación a puertas cerradas en la que el aire faltaba, minaba la pasión pero ella la reinventaba cada día con infinita paciencia y sabiduría. No podían salir juntos a ninguna parte, en el cine entraban por separado y se separaban con una barrera por medio. Juntos y siempre separados en un mundo de colores opuestos.
Un día él le dijo que su familia vendría en un mes a instalarse allí, con él, y que ya no podrían seguir viéndose, le explicó que había cosas que no podían ser y que sería un pecado, que su amor había sido un pecado y que el tenía que ser ahora fiel a su matrimonio. Ella se sintió herida, ofendida en su orgullo y no conseguía comprender esas repentinas excusas de él. Sólo podía entender que esa falta de entrega era lo que él siempre había guardado desde el principio.
Al cabo de tres meses, él volvió a buscarla. Ella seguía allí y, aunque le echaba de menos, había conseguido cambiar su voluntad. Comprendía que quién no se entrega por completo y sin egoismo no es capaz de hacerlo nunca. Decidió jugar con él y no volver a darle todo, ser pasiva para destrozarlo como él había destrozado su corazón, y usar de los ritos antiguos para sus propósitos.
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