Y así pasaron los años, la vida.
Ni preguntas ni no, tampoco nunca obtuvo respuesta alguna.
Había de asumir la indiscutible misión que uno se encuentra a cuestas antes de tener tiempo de huir.
Las historias siempre eran extrañas, siempre dispares, se daba cuenta de ello y reconocía cierta tendencia a encontrar siempre la misma contemplación de la soledad que, al fin y al cabo, sólo podía acabar aceptando. Acabaría escuchando y volviendo a escuchar, el diálogo estaba vetado en aquel don suyo de la escucha, todo oídos, siempre esa traicionera memoria capaz de recordar un nexo, un detalle que enlazaba una vez con otra, otra con una.
También era consciente de que aquellas amistades presuntas que mantuvo eran fruto de la asimetría y la conveniente comparación, nada como sentirse mejor que él en una inocente e igualmente odiosa comparativa. Sí, tal vez se cultivaba cierta lástima en todo aquello basada en una profunda inconsistencia.
Las preguntas sin respuesta, obviadas constantemente, a veces presuntamente respondidas en la vaguedad de lo inconsistente aupado a la categoría de sesuda respuesta vanagloriada de filosofado sentimiento.
No, sólo Ud. y yo desnudos, esos grandes desconocidos. Todo lo demás no sirve para nada.
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