Suficientemente acogedor, suficientemente íntimo,
el tiempo se ha detenido ha escuchar entre las paredes,
reposando entre butacas que huelen a tabaco ofrecido
y copas vertidas en libaciones a los dioses de la noche.
Sucede el acorde vibrante que sale al encuentro
de la angustia viva y abre la herida primigenia,
el cordón umbilical del miedo como única certeza de la muerte.
Laten los instrumentos, duelen, baten, diseccionan el pulso
del que sólo el músico que improvisa sabe la magia del chamán
para conjurar la vida y fragmentar cada sonido en todos los posibles,
en cada duda existencial, entre penumbra y volutas
amortiguando sentidos entre vidrio y terciopelo.
Y convulsa la invasión del ritmo, desde cada arteria
recién nacida que sabe melodías nunca escritas
y sólo improvisadas en la velocidad de la sangre.
El lugar se va llenando y los espectadores coreografían
anatomías cambiantes cada noche
pero la música siempre nace nueva
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