El calor asfixia la comprensión,
evapora el ente que creí ser
y entre dos coches aparcados,
plantea el paso sin semáforo,
paso de peatones ni de cebra.
Un cruce de intersección exigua,
el preciso instante que puede dejar
de existir en la mitad,
entre dos autobuses
que circulan divergentes,
sentidos opuestos
y ubicarme en su centro
sintiendo el roce del leve impulso,
apenas un cosquilleo en el talón,
un atrevimiento generador
del terreno asombro
que causar mi paso podría,
enlazando un segundo
por accidente
y sumir eternas las dudas
entre lo fortuito
y lo voluntario, convertido el día
de brillante luz a la negra ceguera
del fin y el hielo que sacude toda
amabilidad, truncada en yerta
la existencia al fin y
siempre incomprendida.
No hay motivo aparente, sólo un leve
vértigo, un jugueteo con el cambio
en el destino, un vuelco
de lo esperado y previsible
que inconscientemente
respiramos como la normalidad
y la nebulosa rutina incuestionable
de nuestra cotidiana vida.
Quizá la felicidad hay que dejarla
donde se encuentra
para que permanezca
y no seguir adelante,
acabar ahora
sin aparentes motivos.
Recupero el hilo con la realidad, no
ha sucedido, nada ha ocurrido fuera,
mi cabeza forja extrañas visiones,
el momento y sus caras,
una fracción de segundo
ya borrado y oculto a todos.
Ella se queja como siempre,
las mismas acciones producen
los mismo resultados,
un juego perverso de parejas
y culpas, busco algo que decir
dónde sólo encuentro el silencio
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