Acababa de cerrar las gallinas y ahora se pondría con la cena. Eran los días de la fiesta mayor del pueblo y aún el miedo se parapetaba entre silencios y miradas resguardadas. Los días de ayudar a otros a escondidas, de moler fuera de horarios y a hurtadillas, del hambre de tantos no se habían extinguido. Las denuncias de algunos, la desaparición de otros, las eternas rencillas avivadas en nuevos enfrentamientos. Pero eran los días de la fiesta. Y ella acogería a algunos de los músicos en su casa. El marido enfermo, siete hijos, las labores de casa, familia, animales y huerta a su cargo.
Preparó con esmero un buen guiso de gallina y arroz, unas tortillas de patata y saco de la olla chorizos y tiras que dispuso en fuentes, mientras sus hijas preparaban las mesas.
Cenaron y después hubo velada de músicos en la noche festiva en la plaza del pueblo hasta las doce de la noche.
Siempre pendiente de sus hijas para que no se le desmandasen ni las deshonrase nadie, permaneció la noche en vela. Los músicos, dos de ellos, habían subido a dormir al desván cuando se acordó de que no había quitado de allí unas garrafas de vino y subió por si acaso. Llamó con cuidado y entornó la puerta. La luz de la luna brillaba sobre los cuerpos desnudos de los jóvenes músicos que, abrazados, dormían cansados. Ella se quedó muda, parada ante la escena, impactada pues no comprendía bien lo que aquello significaba, pero la belleza de ambos la sobrecogió de forma inexplicable y le hizo comprender que no podía más que cerrar la puerta y no permitir que nadie, nadie molestase la intimidad de aquellos amantes, y guardar para siempre en su recuerdo aquel momento de conmovedora hermosura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario