El cuaderno tiene tapas rojas traslúcidas. Me costó días y una cierta desazón conseguirlo. No, no fue fácil conseguir sólo eso, sólo un cuaderno en la ciudad que todo lo vende.
Ahora, tras haber padecido otro día de sudorosa respiración y poner al límite la resistencia de pies y pulmones, bajo del autobús. Atrás quedaron lujosas avenidas y barrios que festejan callejeras tradiciones y entidades propias a pesar de crisis, gobiernos centrales o cielos zenitales. Pese al ave fénix de un turismo insaciable y de idénticas costumbres, de multimarcas y multinacionales imparables.
Hay que subir a lo alto de la ciudad para llegar a la entrada, al dominio de la vista en un proyecto ideal, demasiado bonito y onírico para hablar de dinero, comprar un pedazo de cielo estrellado con techo para besarse en un viaducto de enamorados, a los pies la ciudad ribeteada de azul marino.
Horas andando, la maldición de quién no tiene adónde ir, ni siquiera donde regresar. Lejos de mis propios pasos, arrastrándome a duras penas sobre ellos. Mirar y conocer incesantemente una ciudad vagamente recordada entre torpes intentos que se desvanecen en el umbral de la percepción. Una extraña inquietud, saber que alguna vez estuve aquí pero soy incapaz de rescatar recuerdo alguno.
Quizá la memoria es capaz de olvidarlo todo y suplirse en una rutina que llamamos yo y en la que creemos conocernos: ser quién soy y como soy algo que sólo se consigue mantener en una veleidosa fugacidad.
También podría parar, un banco en una plaza rodeada de ancianos sobre el que mantener la perpendicularidad, casi recta, como el ángulo del bolígrafo sobre el papel, entre el respaldo de este asiento y el suelo. Espío la lejanía entre los árboles y la vegetación en busca de algún rumbo, pero sólo puedo seguir andando.
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