Sobre un taburete espera, carmín en los labios, melena arreglada, la chaqueta ajustada que revela su escote de apetecible lencería y canalillo. Las niñas aparecen a las once de la noche, la llave y a casa. Un beso de hasta mañana y ella se queda, al borde del taburete sigue, la mirada vidriosa flotando sobre la espuma de la cerveza. Siempre, al caer la tarde.
Otra compañía para esta noche, todas las noches, un hombre que la folle y la aleje un rato de todo, pero sobre todo de pensar. Ya la conocen en el barrio que si es una mala madre, que si es una puta, pero nadie le preguntó jamás que le pasa, aunque ni siquiera ella tiene el tiempo para pensarlo demasiado ni conoce la respuesta.
Comienza el juego, el vacile. Ellos se mueven a su alrededor, pero esta noche será el moro que siempre la mira desnudándola. Unas cervezas más, su piel se va rozando con descuidada medida, le posa una mano no tan inocente en su pecho mientras se acerca a él juguetona y siente sus pechos crecidos bajo su mirada lujuriosa. Quiere ser la hembra en celo que todos los machos se disputan, la única, la diosa, el pasado y el futuro, sólo así conseguirá borrar el presente.
Tiene una buena polla pero le tocará hacer todo el trabajo, no importa, nunca importa, ella les folla más y mejor de lo que recibe, a veces sólo torpes embestidas, a veces también algún buen polvo, es lo que hay. No importa, así no hacen falta explicaciones, pensar, sólo sentir que la soledad se diluye en otros brazos, la carne se enciende, el olfato se embriaga de piel, los ojos se encuentran y ahora poderosa ofrece su coño empapado y les vuelve locos por unos instantes. La hembra ideal de la que nada más importa saber mientras se deja llevar y actúa, en su boca cada noche mezcla el sabor del semen, dulce o amargo, y el de una pequeña victoria pírrica.
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