A pulsos con la vida, siempre aparecía algun iluso empeñado en otorgarle superdotaciones y altares cuando bastante tenía con sus solas dudas, oscilando entre las más intrínsecas y un entusiasmo que no tardaría en ser aplacado por la mediocridad y las mentiras. Sobrevivía al tedio de conversaciones que pugnaban encontrar un sentido dentro del mismo círculo forzando un circunflejo acento para la propia autoafirmación.
La maldad siempre atisbaba cercana, animales recelosos de territorios y cuotas públicas, el terror y sus múltiples advocaciones, la segregación por edad, raza, sexo, condición y el ansia del poder por controlar opinión e información.
Nacer de culo no fue sino la premonición de lo que vendría después. Sobrevivir a la locura, instaurada como status quo, remar en un barco de locos y ser tirado por la borda una y otra vez, con un destino prefijado de volver a intentar subir de nuevo para intentar permanecer en la normalidad, navegando un sólo mar sin isla desierta donde refugiarse. Todos los paraísos perdidos.
El amor hacía tiempo que se había disipado como una niebla que todo llegó a cubrir de onírico bálsamo, mientras la acritud se concretaba mordiente en la pesada carga del egoísmo ajeno, el entontecimiento en que tantos se amparan para lampar sus anchas.
Y aun así recibía visos y señales, golpes de pecho y plegarias, súplicas para que prestará su atención a aquellos ricos y poderosos que se empeñaban en que fuera su profeta y mesías.
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