Una luz verde, una ámbar y una roja, no fueron suficientes. Algo en su interior saltó, una sustancia química nueva activó algún neurotransmisor hasta entonces desconocido o en desuso. El frenazo, el volantazo y allí se encontró delante de un lugar de nombre imposible, absurdo y paradisíaco de neones recortados formando siluetas femeninas. La necesidad de follar, la urgencia de sentir una piel nueva, o sólo sentir de nuevo. Sumergirse en aguas desconocidas y frescas para bucear lo inexplorado, lo propio más que lo ajeno, un bólido donde montar para escapar un instante.
El cree elegir pero ella lo capta con su mirada experta: nuevo, un no habitual, y le habla fresca e inocentemente para no espantarlo.
Alcohol, penumbra, proximidad, ligeras insinuaciones. Acción: una mano descuidada, un tirante que se baja, risas, roces perversamente inocentes le van acercando al verdadero objeto de sus deseos, hablar es una excusa formal, el sexo la finalidad.
Ella le incita, le excita, le gusta, sabe explorar todo su cuerpo de forma inesperada y experta, haciéndole perder ese sentido masculino y pesado que toda la vida le ha dominado y se convierte en un juguete entre sus manos, su lengua, sus dientes y sexo, se siente pasivo y mareado, una nueva dimensión, un yo sexual no expresado nunca, la sexualidad de macho a la caza es la única que ha conocido siempre. Y de pronto tiene miedo, un miedo cerval y atroz, a esta hembra que le somete y desconcierta, que le despoja de sus prejuicios, su pasado, toda su experiencia y los tira y pisotea. Se da cuenta de que no quiere tocarla, en realidad nunca quiso tocar a ninguna mujer, sólo ser satisfecho y pagar. Innecesaria la emoción compartida, volcado, al fin, en sus propio y desenfrenado orgasmo.
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