No sé si el artista planeó una comunión con su público o si las carcajadas desmedidas y algo histéricas eran el objetivo de éste, una catarsis de la risotada por parte del grueso de la audiencia.
Aquella tarde asistí conmovida al teatro como algo sagrado, también quizá por mi falta de costumbre, que a mis ojos permite respirar la verdadera esencia del arte, al oficio del comediante o trágico que enciende, brilla, oscila y prende siempre en la mente y el sentimiento del espectador, dirigido directa e individualmente al entendimiento, a la comprensión y las emociones para convertirlos en comunales.
El actor es pequeño, rápido y sagaz, tablas mediante, experiencia detrás. Rompedor de hilos e inadvertido anudador de los mismos que siempre compone una obra viva, en eterno cambio que impide ver dos veces la misma obra, bañarse en el mismo río. Agitador de cadencias, susurros, maestro del histrión, desde el grito a una estrofa del cante o esbozar un paso de baile y llenar el aire de gracia y conjuros. Ora farruco, ora cansado y perdido desde el propio personaje mientras compone manías y gestos, pasados y perfiles de las almas de cada historia, de cada relación que relata y representa casi indisoluble desde su propia piel mientras es capaz de entrar y salir de la obra improvisadamente.
Y la complicidad va surgiendo, guiños entre giros y vericuetos, compases que van haciendo posible la comunicación como por "ars" escénica prestidigitada y "jonda". El escenario es una taberna pero también la cueva por donde viaja la memoria que se va recuperando para a veces perderla.
Verbos que llenan el aire de hechos y sucedidos, propósitos y despropósitos, hechos contables e incontables por inciertos o desmemoriados que dibujan un personaje que habla de otro y otros como testigo. Resulta necesario ver pero sobre todo escuchar y sentir cuando El Brujo, el mago, tiene la batuta sobre la escena y en ese trance, por supuesto, se alcanza la risa pero también incluso en otras el llanto. Del grito al silencio se tocan todos los palos.
Pero el público abarrota la sala y su mayoría ha pagado para reír, reír sin escuchar, casi sin ver, desde el primer segundo, diga lo que diga haga lo que haga interrumpiendo el monólogo que componen palabras y silencios a base de carcajadas y aplausos a destiempo. El actor se convierte en pasto de un teatro de fácil y rápido consumo, una excusa para la hilaridad histérica y la necesidad de una buena parte del público de abarcar más espacio sonoro que nadie, incluso más que el propio actor. Y cuando la obra acaba no se ha comprendido y tras unos minutos de silencio desacompasado el público se arranca a aplaudir.
El respeto, la sensibilidad acaban, se ha perdido la obra, el vínculo que tanto ha costado formular en la alquimia del actor y algunos nos vamos con una extraña sensación de indigestión.
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