El desamor no era odio,
sólo un vacío
que atravesaba
su garganta en dirección
a su útero, una prolongación
de soledades, sueños rotos
o abandonados. Cansancios
sin fin, apenas cubiertos
de un difuso halo de cariño
impregnado de un leve aroma de lealtad.
El primer hombre pidió,
sin palabras,
poseer su escucha
y así le fue concedido.
El hombre habló y habló
días, noches, madrugadas,
su vida, su recuerdo,
apenas ocultado su miedo terrible.
Su temor por el amor,
encontrado
perdido, acabado,
metamorfoseado o ido.
Escuchaba cada palabra
detrás de cada palabra,
formuladas y calladas
historias, quejas, contradicciones
mentiras, verdades a medias,
el miedo del macho
sin hembras ni dominios
que sueña con
recuperar sus triunfos.
Y cuando hubo escuchado todo,
ella habló desde las sombras,
y él cayó fulminado.
El segundo hombre pidió,
sin palabras, su paciencia
infinita en noches y días,
encuentros y desencuentros,
el cuento sin fin de sus sueños
al alba de sus fracasos y cuando
todos los sueños acabaron
ella, siempre oscura,
encendió la luz sobre él,
que calló, ciego y desnudo.
El tercer hombre pidió, sin
decir una palabra, sexo
para ser idolatrado y bendecido,
explorado y amado,
deseado y buscado.
Ser acariaciado, elevado
y sumergido en el oleaje
de las pasiones
y nuevamente ella, cada vez más
oscurecida, le mostró
sus propios límites,
su miedo a traspasarlos,
su ridículo deseo falto de entrega
y él cayó de sus pies de barro.
Oscura mujer
de miméticas venganzas
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