Quería detener esos momentos casuales, multiplicarlos, prolongar el bienestar que me producían su presencia y conversación, porque al final comprendí que todo lo que em mi callaba volvía a la vida y cobraba sentido, volvía a tener mi propia explicación y hallaba el camino que creía borrado ante mis pasos, resurgía en mis fibras la dulzura del sol en el leve descuido de un roce, el sentido de mis convicciones que había olvidado por completo. Una presencia, la única tras largos años, que volaba mis muros por los aires y recuperaba el aire. Sólo porque escucha, y ahora yo también escucho, mi propia voz.
Pero ojos ajenos escudriñan y registran ese nuevo yo, fiscalizan y juzgan lo debido o indebido, generan alarmas y sospechas y mi propia exposición acabará imponiendo de nuevo el silencio, el recelo y la distancia, aceptar de nuevo la mordaza, los ojos tapados y una cuerda por la que conducirme en lo previsible, sin sobresaltos pero con un boquete en medio del pecho y el corazón arrancado.
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