Adelfas blancas en el centro de ninguna parte. Agostados veranos claman victoriosos sobre humanos vencidos. Adelfas rosas, también peligrosas, nunca deben ser olidas ni tocadas.
El camino pedregoso sembrado de grava y los pies heridos en el primer recuerdo del dolor. El salitre y la brea impregnan un viejo muro de contención que sólo se compone de piedras. Más dolor para los pies, queman y golpean.
Olores viejos que no volverán, cañizos de construcción vieja y verdes persianas que volver a pintar todos los veranos en una eterna lucha entre el minio y la corrosión. La huerta avanza en hordas imbatibles de cortatijeras, recién descubiertos sabores de prohibida sensualidad y aspirados aromas de higueras sombrías.
Moreras de fruto blancuzco y dulce, párpados teñidos de azafrán destiñen la siesta de un murciélago.
Una puerta cerrada, el acecho de los susurros ocultos, una terraza esquinada desde la que aún poder mirar el paisaje y tomar el fresco. Y jugar todas las horas, todos los días, todos los juegos en la completa inconsciencia y la ligereza de la no posesión de nadie, ni siquiera de media verdad.
La radiación se torna blanca, casi ciega, y el olor del aire ionizado penetra agudo, abriéndose paso buscando su lugar entre los recuerdos.
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