Saltó el torno que restringía los accesos a la vez que le asaltó la duda de invertir la mitad de sus últimas monedas en un par de décimos desesperados con que cambiar la esquiva y mondada suerte.
Hora punta, de pie agarrándose a una barra colgante y perdido entre el ramal que bifurca sus pensamientos y, a veces, el roce de frío sudor y olor alcohólico de un hombre mayor, cara con manchas, pelo lanoso, que limita con una camisa rayada y del que percibe el conocido impulso de entablar una conversación con cualquier excusa.
Hace dos, ¿tres?, años que se acabó. Así, sin más que decir.
La mente tortuosa busca explicaciones y reitera reacciones en cadena infinitas de dolor, a la búsqueda de tablas de salvación, a veces religiones y biblias donde acotarse.
La parte confesable y la que se guarda para sí, el desequilibrio de haberse expuesto tantas veces y una nube ininterrumpida de acre olor que descompone sus días. La carne manoseada en sesiones sin ganas y con un único fin. El sabor de tantas bocas fieras, vacías, hambrientas, sucias o muertas.
Colchones que guardan fluidos corporales añejos, vallas y urinarios públicos. Olores rancios se agolpan detrás de sus recuerdos y forman el telón de fondo, el color con que la vida se ha ido pintando a pesar de la distancia y el tiempo transcurridos.
Cruzaron sus miradas, ajadas y confusas, haciendo aguas. Náufragos de una aburrida felicidad en lo cotidiano abandonada en busca de lo inexplorado, en la convicción de que otra probabilidad existía para llamar propia a la vida.
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