Siempre sospeché de su vehemencia y posado, una manifestación de tópicos que se desdecía con sus actos, sus dejes infantiles y su empeño en encontrarse en el centro de todos los huracanes para no despeinarse jamás.
Tras unos años de reajustes, consiguió un lugar conveniente para figurar y no trabajar en exceso, siempre que corrillos, desayunos y sus mil asuntos telefónicos lo permitiesen, mientras se oían sus quejas de no tener tiempo para acabar y, a veces, incluso hasta de empezar.
El próximo plan, siempre compromisos, una vida social plena y ocupadísima que exponer a oídos ajenos y, generalmente, desinteresados. La necesidad de ser feliz públicamente en una vida perfecta en días perfectos. La información como vehículo de status, pero no de verdadero conocimiento y ayuda desinteresada.
Y aquel día me interrogó desde su confianza perdida, su cuota de poder anulada, y su información dinamitada, sobre los hechos y motivos cuando lo único que hubiera sido necesario era ponerse en el lugar del otro sin juicios ni valoraciones.
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